Por: Lenyd Angélica Riaño, coordinadora del Programa de Administración Hotelera y Gastronómica del Politécnico Grancolombiano.
Durante años, la industria nos convenció de que los ingredientes “de verdad” venían empacados, con etiquetas coloridas y fechas de vencimiento. Pero ¿en qué momento dejamos de preguntarnos de dónde vienen los sabores que forman parte de nuestra identidad?
Como colombianos, tenemos un vínculo profundo con la tierra, aunque vivamos en medio del asfalto. El cilantro en el ají, el tomate del hogao, la hierbabuena del agua de panela con limón, todos son gestos de memoria. Pero también pueden ser gestos de resistencia. Porque hoy, sembrar una planta en casa es mucho más que un pasatiempo o una moda sostenible.
Acompañar la investigación que desarrollaron nuestros estudiantes Sara Mena, María Fernanda Miranda y Reinhold Cifuentes del Politécnico Grancolombiano me permitió confirmar algo que intuíamos desde hace tiempo: cultivar en casa es posible, económico y profundamente transformador.
La investigación “Cultivos orgánicos urbanos. Una alternativa de producción sostenible de ingredientes tradicionales de la gastronomía colombiana” no solo validó los pasos para construir huertas caseras en espacios pequeños con materiales reciclados, sino que demostró cómo sembrar en casa puede convertirse en un acto cotidiano de soberanía.
Porque no estamos hablando solo de botánica, ni de cocina. Hablamos de autonomía, de cuidar lo que comemos, pero también de cuidar lo que somos. Cada semilla cultivada sin pesticidas es una declaración de quiero saber qué entra en mi cuerpo, quiero que mis sabores tengan historia, quiero reconectar con lo que mi abuela sabía y que olvidamos por falta de tiempo, espacio o confianza.
La gastronomía sostenible no se trata únicamente de reducir desperdicios o elegir ingredientes locales. Se trata también de devolverle valor a lo simple, a ese tomate que crece en una botella colgada en la ventana, a esa cebolla larga que reaparece en la tierra con solo dejarla descansar unos días, a ese maíz que, aunque toma más tiempo, se convierte en arepa recién asada, con sabor a paciencia.
Muchos piensan que sembrar en la ciudad es una utopía, pero lo cierto es que hoy es más viable que nunca. Hay guías, experiencias, gente sembrando en techos, patios y balcones. Nuestro estudio recogió todo esto para ofrecer una ruta clara, elegir el recipiente adecuado, preparar abonos con residuos de cocina, controlar el riego según cada planta. Así de simple, así de poderoso.
El comino, por ejemplo, requiere poca agua y buena ventilación; el tomate necesita sol; el cilantro y el perejil, sombra parcial y tierra húmeda. Algunas plantas pueden cosecharse en menos de 60 días. Otras, como el maíz o el achiote, toman más tiempo, pero son igual de viables. Y todas, sin excepción, nos devuelven el sabor auténtico de la cocina colombiana.
Y es que volver a sembrar no es solo una cuestión de técnicas, es una decisión que implica mirar distinto lo que tiramos a la basura, es resignificar una botella como matera, una cáscara de huevo como fertilizante, una sombra como aliada del cilantro.
Como docente, me emociona ver cómo la investigación aplicada puede transformar vidas, aunque sea con algo tan pequeño como una mata de hierbabuena. Porque en esa mata está el germen de algo más grande, una nueva relación con la comida, con el entorno, con nuestra cultura.
Sembrar en casa no va a resolver todos nuestros problemas, claro. Pero sí puede ser el primer paso hacia una gastronomía más consciente, una economía más justa y una vida más conectada con lo esencial. Y si todo comienza con una semilla plantada en tierra reciclada, entonces sembrar también puede ser una forma de esperanza.